
Supongo que en algún momento hay que liberarse de todas esas cosas a las que por desgracia (y principalmente por ser mujer) estoy acostumbrada. Pero que como una constante gota de un viejo grifo mal cerrado, terminan, en algún momento, haciendo herida y perforando la piel.
Gracias a Mariana por publicar en su momento su artículo, el cual me ha servido de puente para tener el valor de publicar el mío. Con tu permiso amiga, he copiado tu estructura literaria, por la sencillez y fluidez con la que ha sido escrita y porque gracias a ello, he podido soltar palabras que desde hacía mucho tiempo tenía reprimidas en la garganta.

Cuando tenía 9 años el padre de un niño de mi urbanización, me miraba de forma extraña. En la piscina comunitaria, cuando jugaba con mis vecinos, se las arreglaba para entrar al agua y jugar con nosotros, agarrándome y tocándome de un modo, que aunque no era explícito o concreto, me dejaba una sensación extraña e incómoda en el cuerpo que no terminaba de entender bien a esa edad.
Fue en la adolescencia y siendo más consciente de mi propia sexualidad, cuando comprendí que su energía era seductora. Durante muchos años, cada vez que pasaba por delante de su casa, me decía cosas acerca de mi cuerpo cambiante, mi forma de vestir y comentarios fuera de lugar que me incomodaban en mi propio vecindario. Incluso en ocasiones, bromeaba delante de mis padres aunque de forma mucho más controlada.
Nunca hablé de esto con nadie porque era pequeña, iba a su casa a menudo y en mi cabeza parecían «cosas sin importancia» que solo veía yo. Hasta hace poco, que hablando con mi madre, reconoció que ella también había tenido una sensación confusa al respecto. Nunca pasó nada, pero ahí estaban las sensaciones de ambas y mi incomodidad durante años fue muy real.
Delante de la parada del autobús de mi urbanización, unos albañiles estaban construyendo una casa. La obra duró unos dos años y cada vez que esperaba el autobús (que era casi todos los días) varios hombres me decían cosas provocativas que me hacían sentirme insegura y con miedo.
En una ocasión, uno de ellos salió del terreno, cruzó la calle y vino a hablar conmigo. La cosa continuó varios meses, hasta que un día me harté y les insulté a todos. Desde ese momento, cada vez que me veían se burlaban de mí. Me gritaban (riendo entre ellos) que yo era una estrecha y que con ese carácter de fiera nadie me querría. A partir de entonces, cada vez que tenía que desplazarme, pedía a mi familia que me llevara en coche o para evitarles, andaba hasta la siguiente parada de autobús.
A parte de enfadarme con ellos y que se burlasen, nunca lo hablé con nadie porque estaba tan «normalizado» que algunos hombres (en especial en obras) te gritaran cosas fuera de lugar, te hicieran comentarios sexuales, humillantes o simplemente te silbaran como si fueras ganado, que cuando pensaba en hablar, sentía que el resto terminaría burlándose aún más de mi.
Una vez, en el colegio, un chico me declaró que le gustaba. Esa tarde, me acompañó hasta el portal donde iba y al despedirse me intentó dar un beso. A mí él no me gustaba y educadamente se lo dije. No pasó nada entre nosotros (más allá de un intento frustrado) pero al día siguiente, al llegar al colegio, les contó a sus amigos que yo era una puta y que le había besado pero que no le gustaron mis besos y que por eso ya no quería salir conmigo.
No hablé de esto con nadie y simplemente dejé pasar el tiempo, porque era «normal» que algunos chicos reaccionaran así y se inventaran cosas cuando se sentían heridos. Entre las chicas decíamos que eran inmaduros, pero la realidad es que fui yo la que quedé mal cuando ni siquiera nos habíamos besado y él (y su ego) crecieron sin consecuencia alguna por mentir, dañar mi dignidad y mi reputación.
Cuando tenía 13 años fui a pasar unos días con mi prima. Ella era mayor que yo y una tarde, salimos con sus amigas a merendar a una cafeteria. Al salir del local, mientras andábamos por la acera, unos hombres salieron de un coche y nos empezaron a hacer preguntas. Una de las amigas de mi prima le pidió a uno de los tipos que nos dejara en paz, pero el hombre abrió su chaqueta, nos enseñó un arma y nos amenazó para que hiciéramos todo lo que decían.
Justo en ese momento una familia aparcó su coche en la misma acera muy cerca de nosotras y la amiga de mi prima hizo ver que los conocía, buscando una salida desesperada. Los dos hombres se fueron rápidamente (supongo que al ver más adultos en la escena) y pudimos salir más o menos airosas de esa situación. No sé que habría pasado si la amiga de mi prima no hubiese reaccionado tan rápido en un momento de emergencia. Yo personalmente, me quedé totalmente bloqueada incapaz tan siquiera de respirar.
Nunca se lo conté a nadie y creo que mi prima tampoco. Había oído tantas veces que tuviera cuidado con los extraños, que de algún modo «normalicé» este tipo de situaciones. Era como si una voz dentro de mí me dijera: – Vale Claudia, esta amenaza de la que tanto tiempo llevan advirtiéndote, por fin ha sucedido y ha pasado de ser algo irreal, a ser algo real y tangible que SI EXISTE -. Como si por fin pasara algo. Algo de verdad, quiero decir. Y no fueran simples avisos que las mujeres de mi vida me daban paranoicas cada vez que cruzaba la puerta de casa.
En mi primer trabajo como comercial (siendo muy jovencita) visité a un cliente mayor en su casa. Mientras preparaba unos documentos que tenía que firmar, sentada en una silla en la mesa del comedor, empezó a tocarme la entrepierna y a decirme que podía pagarme por servicios extras. Yo totalmente perpleja, reaccioné (por nerviosismo) con humor y recuerdo que bromee acerca de la situación preguntándole por su mujer. El hombre con cara seria, me volvió a preguntar si aceptaba el trato. Fue entonces cuando al ver su mirada me asusté de verdad y recogí rápidamente los papeles sin tan siquiera terminar lo que había ido a hacer, para salir corriendo por la puerta.
Al llegar al recibidor, la puerta estaba cerrada con llave. Le exigí que me abriera y empecé a gritar si le parecía bien encerrar a jovencitas para asustarlas y manipularlas con dinero. Me enfadé tanto que el hombre se incomodó y a regañadientes y balbuceando, finalmente me abrió la puerta. Una puerta que (estoy segura) había cerrado con premeditación.
Hablé de esto con mi compañero de trabajo y después de preguntarme si estaba bien, se burló de la situación diciendo que el hombre estaba salido, seguramente sin esposa y que debía de tener inicios de demencia senil. Recuerdo que le devolví una mueca con el rostro para ocultar el miedo que aún sentía, pero la realidad es que ese hombre que había intentado abusar de mí, tenía todas sus facultades intactas y sabía muy bien lo que hacia.
La primera noche que pasamos en nuestra nueva ciudad, donde por trabajo nos habíamos mudado, mi mejor amiga y yo, salimos a tomar algo. Nos habían hablado de una bonita zona cerca del puerto y al llegar, entramos a un bar musical. Un chico que no paraba de mirarnos, se puso a bailar cerca y me tocó el culo varias veces. La primera vez, me giré y no sabía quién había sido. La segunda vez lo vi y le pregunté molesta qué estaba haciendo. Me contestó que hacía lo que quería y volvió a tocarme el culo mirándome desafiante. Lo insulté enfadada y le aparté la mano. El chico, prepotente y con actitud violenta me amenazó literalmente con: – ¡Te voy a pegar una paliza como no controles esa lengua! -. Mi amiga se puso por medio y el chico totalmente fuera de sí, rompió su vaso contra el suelo, me manchó los zapatos y nos dijo que nos esperaba fuera. Avisamos al personal de seguridad pidiendo ayuda. A él, le echaron del local y a nosotras, nos escoltaron «por si acaso» hasta un taxi que nos llevó directamente a casa porque después de eso, ya no teníamos ganas de nada.
Nunca hablé de esto con nadie excepto con mi amiga y terminé la noche en casa, reprimiendo la rabia y el enfado y sintiéndome culpable porque era «normal» que en las discotecas algunos subnormales te tocaran el culo sin consentimiento, creyeran que tenían derechos sobre ti o fueran unos pesados aun sin conocerte de nada. Se ve que iban bebidos y los pobres no sabían lo que hacían. Esa era la justificación que llevaba escuchando toda la vida para este tipo de conductas.
Una noche, salí a cenar con mis amigas. Al terminar el encuentro, me dirigía hacía la parada de un taxi para volver a casa. Iba sola, por una calle un poco estrecha y me di cuenta que un hombre me seguía pero quise pensar que era solo casualidad. Un par de calles después, vi que eran demasiadas «calles casuales» y decidí rodear la misma manzana otra vez para comprobar si eran imaginaciones mías. Me giré y parecía que no había nadie, pero un poco más adelante, lo encontré escondido junto a la persiana de un local, masturbándose. Cambié de acera y gritando me preguntó si quería chupar. Seguí andando lo más rápido que pude sin llegar a correr para ocultar mi miedo y llegué por fin a la parada del taxi.
Recuerdo que al llegar, miré al taxista antes de entrar en su coche para asegurarme que él no suponía otra amenaza. Desde entonces, cada vez que tenía que volver a casa, procuraba ir acompañada o evitaba calles solitarias aunque eso implicara andar más. Aún ahora, siendo ya adulta, a veces me siento insegura en algunas calles independientemente de la hora del día.
Nunca lo hablé con nadie porque era «normal» que algunos hombres mearan en la calle, escupieran asquerosamente, te enseñaran sus genitales, se masturbaran públicamente o te siguieran de noche o de día. Cuando algo de esto me sucedía, una parte de mí sentía que la culpa era mía, porque era a mí (y no a todos esos tipos) a quien durante años, años y años me habían advertido que no anduviera sola de noche por la calle. Hasta había un definición para esas calles. Calles peligrosas. Como si el peligro fuera la calle y no el hombre en sí.
Hace un tiempo, me hice un listado de empresas donde quería trabajar. Empecé a llamar una a una preguntando por vacantes y ofreciendo mi experiencia profesional. Casualmente di con una que tenía un puesto acorde a mi perfil. Me pasaron con el gerente, hablamos durante un buen rato y justo antes de acordar una entrevista presencial, me preguntó mi edad.
Al responder, me contestó literalmente: – Claro, eres perfecta para el puesto y tienes todo lo que necesito, pero estás en una edad complicada – El hombre, por «edad complicada» se refería a que soy mujer biológicamente fértil. Y yo como una tonta respondí nerviosa que no quería tener hijos. El hombre me sugirió que le enviaría mi currículum por email para concertar una entrevista en persona.
Nunca mandé ningún email. Y al colgar, me quedé sentada en la punta de la cama, mirando fijamente la pared, preguntándome qué narices acababa de pasar. Después de analizar la situación, me vinieron mil respuestas por la mente que podría haber respondido. Pero por alguna extraña razón, de todas las opciones que tenía, respondí sin pensar, que no quería tener hijos. Algo que ni siquiera sé y que en cualquier caso, no es asunto de nadie más que mío y de mi pareja.
La realidad es que ese hombre me puso en una situación injusta, de abuso, de discriminación total y absoluta por ser mujer. Y aunque somos conscientes que cuando hay una baja de maternidad o paternidad (o cualquier otra baja) a la persona empresaria le supone una gestión adicional de recursos, esto no es justificación para tratar así a nadie. Todas y todos nacemos de las vaginas de nuestras madres y el nacimiento de la vida es algo que seguirá ocurriendo hoy y mañana. Esto es una verdad inamovible. Pero por desgracia, muchas personas empresarias siguen pidiendo que no se contraten a mujeres y en consecuencia, seguimos sufriendo discriminación y falta de oportunidades por el simple hecho de tener la capacidad biológica de gestar y dar continuidad a la vida. Repito. A la VIDA.
Hace unos meses, me dirigía a la estación de tren con bastante prisa y al cruzarme con un hombre, me hizo una señal de sexo oral muy clara mientras me miraba de forma obscena. Puso literalmente los dedos abiertos entre su lengua mientras apuntaba su cara hacía mí. Le insulté. Dos veces. Y con voz fuerte para que toda la calle me oyera, pero él ni se inmutó y continuó andando como si nada. Todo el mundo se giró a mirarme como si estuviera loca, por ponerme a insultar aparentemente a la nada.
No lo hablé con nadie, porque cosas como ésta me han sucedido tantas, tantas, tantas y tantas veces en mi vida y estoy tan agotada, que ya no tengo energía. Pero ese día me pasé la parada de tren, llegué tarde dónde iba, terminé enfadada con el mundo, impotente y harta de toda esta mierda que tantos años llevo aguantando sin inmutarme, si quejarme, sin denunciar y aguantando la compostura y la sonrisa como una buena chica.
Una noche lluviosa, siendo jovencita, me enteré de que mi pareja de entonces estaba intentando tener una aventura (o ya la había tenido) con una amiga mía. Se enfadó tanto conmigo por la forma en como lo descubrí, que terminó culpabilizándome y echándome de su casa. Acabé a altas horas de la noche, en la calle, arrastrando una enorme maleta sin saber a dónde ir y con el añadido de que al día siguiente tenía que volver a verle.
Sin paraguas, llorando y sentada en un banco de una estación de tren, llamé a un amigo que vivía cerca para pedirle ayuda y que además nos conocía a ambos. Se ofreció enseguida a recogerme y dejarme pasar la noche en el sofá de su casa, mostrando verdadera preocupación por la situación. Pero la realidad es que esa persona, aún viéndome destrozada, aturdida, vulnerable y con un estado de conciencia totalmente alterado por lo ocurrido, no dudó ni un segundo en después de cenar (y justo cuando tocaba prestarme el sofá) abalanzarse sobre mí con el pretexto de «él no te merece, pero yo si» y manipularme con palabras dulces y abrazos disfrazados de amistad para forzar relaciones sexuales estando yo confusa, traumatizada y bloqueada por lo ocurrido.
Nunca hablé de esto con nadie. Ni siquiera con una amiga. Me sentía culpable, avergonzada, sola e incomprendida. Pero la realidad es que cuando alguien accede (o intenta acceder) a tu cuerpo usando el factor sorpresa, con manipulación o persuasión, con presión física o psíquica, sin estar tu en un estado de conciencia normal o encontrándote en una posición de indefensión, desventaja, confusión o debilidad de cualquier tipo, eso, se mire por donde se mire, es abuso. Y no necesariamente tiene que existir violencia física o amenazas a tu integridad.
Las mujeres hemos aprendido a callar, a silenciarnos, a censurarnos, a ponernos a un lado sin molestar, a tener la boca cerrada, a no soltar nuestra verdad para no incomodar, para no generar conflicto. Porque, que poco nos gusta el conflicto. Nosotras cuidadoras, gestadoras de vida, sacrificadas, nos mantenemos apartadas por «miedos» varios. Miedo a la culpa, al rechazo, al juicio, a la burla, a que no nos tomen en serio, a que nos sigan humillando. Y seguimos aguantando rayos y tormentas dentro de nuestro ser para seguir apretadas, asfixiadas, oprimidas, bellas, depiladas, con la manicura hecha, educadas y seductoras, en un molde patriarcal que realmente no es funcional ni tan siquiera para los propios hombres. Así, sin más, seguimos callando.
Todo esto que relato, es solo la punta del iceberg. Podría contar muchas más cosas. Experiencias mías y experiencias de las mujeres de mi vida. Experiencias con hombres extraños y hombres conocidos. Hombres que cruzaron lineas imperdonables que jamás deberían haber cruzado y que tampoco se deberían haber permitido. Pero tan solo el hecho de que sea yo (o nosotras) la que tengo que cuestionarme el «no debería haber permitido» es de por sí la clara señal del grave problema que hay en el tejido de nuestra sociedad.
Esos hombres no deberían tan siquiera pensar en que tienen opción a tocarme o enseñarme sus genitales en ninguna de sus formas (sea por foto o en persona) sin mi consentimiento, ni tampoco a manipularme con dinero o amenazarme con una arma o hablar mal de mí y ensuciar mi reputación y mucho menos a usar una situación de vulnerabilidad como baza para forzar relaciones sexuales.
Pero por desgracia, a día de hoy, las mujeres de mi vida continuan advirtiéndome. En especial, de noche estando sola. – ¿Dónde vas? – ¿Vas sola hasta allí? mejor coge un taxi – ¿Has llegado bien? – ¿Sales a pasear al perro a estas horas? – Ves con cuidado – ¿Te acompaña algún chico? – No llegues tarde – Mándame un mensaje al llegar, sino no puedo dormir -. Mi madre, mis tías, mis abuelas cuando vivían, mis amigas, las madres de mis amigas, las amigas de mis amigas. Todas, absolutamente TODAS las mujeres de mi vida, me hacen (o me han hecho) comentarios de protección antes de cruzar la puerta de salida. Y soy adulta, ya no soy una niña manipulable. Sin embargo, los comentarios preventivos continuan. Esto es ASFIXIANTE. No se puede vivir así.
Además, ¿porqué me advierten a mí? ¿o es que acaso la «calle peligrosa» no es una calle hermosa de día con sus balcones llenos de flores? – NECESITAMOS CAMBIAR LA PERSPECTIVA.
Lo que de verdad necesitamos las mujeres es que los hombres (incluso los que no se identifican o no se sienten interpelados) hablen sobre esto y tomen conciencia que la violencia y el abuso que sufrimos no es un problema de mujeres. ES UN PROBLEMA DE HOMBRES. De HOM-BRES.
Así que dejemos de decirles a las niñas, chicas y mujeres que tengan cuidado y empecemos a decirles a los niños, chicos y hombres que SEAN RESPETUOSOS con las personas y que revisen sus asuntos pendientes. Pero sobretodo que sean respetuosos con las mujeres. Y no porque nosotras seamos más importantes o más delicadas, sino porque a lo largo de la historia y aún ahora, seguimos estando en una posición de desigualdad respecto a los hombres. Como en mi experiencia con «el gerente» somos discriminadas en muchos contextos y situaciones. No solo en relación con la sexualidad.
Sé que lo que escribo no es tema sencillo, pero sí un tema que depende de las acciones cotidianas. Las pequeñas. Las del día a día. Porque un hombre no se levanta un día y de repente piensa en abusar o discriminar a una mujer. Y tampoco una mujer permite ciertas conductas porque sí. Es algo sutil, hecho a fuego lento, que está presente en TODAS PARTES, mires donde mires. Incluso en sitios donde ahora seguramente eres incapaz de ver.
El abuso a las mujeres está en películas, en series de todos los géneros, en libros, en videojuegos, en bromas, en monólogos, en conversaciones profundas y banales, en los estándares de belleza, en la moda, en consumo de todo tipo, en complejos e inseguridades, en operaciones de cirugía estética, en la pornografía (sobretodo en la pornografía), en la forma en como nos enamoramos, en como nos relacionamos, está en la familia, en la escuela, en la empresa, en los sueldos, en las opiniones, en la política, en la religión, en la infancia, adolescencia, madurez, en la vejez y en todas las etapas y cosas de la vida habidas y por haber.
Hay tanta «contaminación» que por saturación somos incapaces de ver. Tan inconscientes estamos, que cuando una mujer te dice que está enfadada porque un hombre le ha silbado como si fuera ganado, te ríes y le contestas que debería alegrarse o que no es para tanto.
Hablo de esto porque nos afecta a todas y todos y quiero darle visibilidad en mi blog. Un lugar que siento seguro, al que he decidido llamar amor por la Tierra porque creo firmemente que el amor también transcurre por reconocer nuestra propia herrumbre como humanidad.
Y escribo desde el respeto a mí misma y a mi propia historia. Y también porque he llegado a un punto de extremo cansancio en el que ya no quiero seguir sonriente, callada y aguantar la compostura ante bromas, comentarios o actos cotidianos que me remueven por dentro y que lo único que hacen es dificultar el cambio colectivo hacia una sociedad más saludable.
Antes de terminar, quiero añadir que soy plenamente consciente de que los hombres también sufren abusos (de todo tipo) y merecen la misma atención, cuidado y validación que los que sufrimos las mujeres. Pero este artículo está escrito desde mi propia experiencia como mujer y que me dé el espacio para exponer esto, no significa que no valide lo demás. Ni tampoco significa que como ahora la desigualdad y el abuso parece que son temas recurrentes (en realidad siempre han estado ahí) haya escrito esto porque está de moda o para generar conflicto.
Decido hablar de esto para aportar mi grano de arena a la consciencia colectiva de que la queja de la mujer (y mi queja) no es un capricho, ni algo que hacemos en días de luna llena. Es algo real que esconde mucho dolor. Y escuchar sin juicio la herida ajena, es la base del respeto. De cualquier tipo.
Claudia.
Paola
Wow Clau!!! Eres una mujer muy valiente y mucho más poderosa de lo que crees!
Siento mucho que te hayan pasado todas estas experiencias desagradables que muchas veces dejamos pasar porque nos han enseñado que son «normales» pero se quedan marcadas dentro de nosotras. ¡Un besote!
Claudia
PaolaSi Pao. Realmente lo importante de compartir estas experiencias es cambiar el enfoque y aportar visibilidad a la situación. Gracias por tus palabras amiga. Un beso grande.